El pito de la fábrica







Por: Margarito de la Peña García




Un día en Anáhuac y el poblado CELULOSA en 1973. Un ronco silbato como el de un barco rompe el amanecer. Son las seis treinta de la mañana y comienzan a encender las luces de cada casa habitada por una familia cuyo padre labora en la fábrica CELULOSA.
Las mujeres ya han alistado el lonche que llevará el marido para su jornada de trabajo de siete a tres (primer turno). El hombre se viste con su ropa de trabajo, toma su casco, lo pone bajo el brazo y toma su red (pequeña bolsa con dos asas) donde lleva su “lonche” y su coca-cola, y se encamina al trabajo.
Hay quienes van en su bicicleta y pocos que usan carro o troca. Para los que usan bicicleta existe un estacionamiento especial con tejado y cerco de malla en las afueras de la fábrica, en donde se pueden guardar más de cien.
Se vuelve a escuchar el silbato, pero de forma menos pronunciada que la vez anterior. Falta cinco minutos para las siete. Los que van retrasados apuran sus pasos para checar su tarjeta en el reloj. Y los que entraron el turno anterior se asoman por las ventanas y puertas de los muchos departamentos del complejo industrial para ver si su relevo ha llegado, porque de no ser así se quedaran a doblar turno.
A los cinco minutos suena el silbato un poco más prolongado. Son las siete de la mañana y en la puerta de acceso de personal o “portería” van saliendo los del turno de tercera, encontrándose a su paso a los que llegan a la hora para el turno de primera. Los guardias de vigilancia observan, alertas por si alguien de los que salen llevan algo más que su caso y su lonchera, y que los que entran lleven su caso y sus zapatos de seguridad y no se vayan en estado inconveniente.
Todo transcurre con normalidad. Los que llegan a su departamento (tubería, pailería, corte de madera, blanqueo, continuas, etc.) a la vez que toman café y pasan lista de asistencia, comentan con sus compañeros los temas más diversos.
Pero es el día de pago y hay que buscar el momento propicio para ir a la caja a cobrar la “raya”. A la caja acuden los que salen de tercera, igual los que andan de segunda y después los de mantenimiento.
Cinco para las ocho. Suena el silbato de nuevo. Comienzan a llegar los de mantenimiento o “mixto” (turno laboral de ocho a cuatro), junto con las secretarias y demás personal administrativo y de ingeniería y otros tantos.
A las nueve y media o diez comienzan a llegar los niños y señoras a la entrada de la planta, hijos y esposas de los obreros, y algún acomedido que se dedica a llevar los lonches que algunas amas de casa despachan desde sus casas.
Desde temprano, afuera de la fábrica hay dos o tres fayuqueros ofreciendo mercancía diversa que compran algunos obreros que acaban de cobrar su “raya”. Los fayuqueros traen en sus manos unos cuadernos donde escriben nombre y cantidad de los artículos fiados. Allí estarán hasta las cinco de la tarde, acompañados por personas necesitadas que piden ayuda económica y hasta por algún vívales que finge discapacidad para obtener algunos pesos sin trabajar.
Todos los que han cobrado miran sus sobres de pago y comentan con los compañeros sus ingresos, deducciones, descuentos, y otros detalles. Hay quienes planean divertirse por la tarde después de dejar el “chivo”, aunque habrá quienes no llegarán a su casa hasta que se acaben la “raya”.
El silbato de la fábrica vuelve a oírse a las doce, para que secretarias y empleados de confianza vayan a comer. Algunos saldrán a comer a su casa y otros acuden al comedor de un hotel de la empresa, en el cual los alimentos son buenos y a un costo simbólico.
A la una vuelven los empleados al trabajo, claro que no sin antes escuchar de nueva cuenta el silbato, el cual suena de nuevo a los dos y media para que los trabajadores que entraron a las siete preparen su salida y esperan su relevo. El silbato se oye a las tres y ocurre el mismo ritual que a las ocho oras antes, donde unos entran y otros salen. Unos salen contentos a su casa y otros que planearon salir a divertirse van comentando lo planeado.
Aunque divertirse en Anáhuac no era muy difícil. Existían por el centro varios locales donde se consumían bebidas alcohólicas, pero estaban disfrazados de cafeterías o restaurantes, y otras donde meseras y dueños ya esperaban aquellas visitas que traían el dinero o la “raya”. Así, se podían ver afuera de estos establecimientos algunas bicicletas con el casco y la red colgados de los manubrios. Algunos con privilegios por parte de la dueña del local podían entrar con todo y bicicleta : “no vayan a pasar tus chavalos o tu vieja”.
Por cierto, había locales donde se podían amarrar los caballos usados aún por algunos parroquianos. Y así, mientras el dueños del animal saciaban su sed dentro del café o la cantina, éste esperaba seguro allá afuera.
Los viernes eran días gloriosos para esos negocios. Lo malo: cuando algún parroquiano terminaba la juerga en el hospital o en la cárcel, o bien que alguien llevara la parranda hasta la cabecera municipal, Cuauhtémoc, y no se sabía pronto de él. Esto es una parte de lo que pasaba, pero había la otra cara de la moneda.
Los obreros que con su salario en el bolsillo llegaban directo a casa, lo hacían con el cansancio a cuestas pero satisfechos de una semana de trabajo. Esposa e hijos, contentos. Era día de salir a comprar el mandado de la semana, el vestido, el calzado, llevar el abono a la mueblería. Y los que tenían hijos estudiando en la capital o en otra ciudad mandaban el dinero o les esperaban para entregárselos el fin de semana.
El viernes, un día especial. Al volver a casa, los que no tenían auto lo hacían en taxi y se les veía contentos, llevando su mandando y artículos diversos comprados esa tarde. Han aprovechado las compras y les ha servido de paseo.
Se veía mucho movimiento en el pueblo y en el poblado (el primero es la colonia agrícola fundada al norte de las vías del tren y el segundo es el conjunto habitacional llamado “las casitas” en la propiedad de CELULOSA, al sur de las vías). Se terminaba el encanto de esa semana para los obreros y empleados de la fábrica, pero había que esperar la otra: “ a ver cómo nos va”, se oía decir.
Los demás habitantes de Anáhuac, que eran campesinos y comerciantes, esperaban el sábado y el domingo. Se efectuaban partidos de futbol y de béisbol, en los cuales se veían involucrados todos los habitantes.
Hoy, quien vivió en ese lugar en aquel tiempo, podrá dar testimonio de lo que fue Anáhuac y compararlo con lo que hoy es. Hay una gran diferencia en algunas cosas. Hay menos habitantes. Los eventos deportivos han perdido la lucidez de antaño. Y aunque el pueblo cuenta con algunas mejoras, como nuevas casas, más alumbrado, extensión de redes eléctricas e hidráulicas, así como más calles pavimentadas, también hay una gran parte en ruinas. Queda la calle ejido, llena de tráfico vehicular, sobre todo el domingo por la tarde. Y aunque en aquellos años las calles eran todas de terracería, la alegría reinaba en ellas.
Hoy recuerdo con nostalgia aquellos tiempos.

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