Por: Marcelino Martínez Sánchez
Aquel día la peonada salió a cumplir sus tareas rutinarias que ya habían de hacerse, pero algo estaba pasando. Por ninguna parte se escuchaban las maldiciones de los capataces o los gritos escandalosos del mayordomo repartiendo órdenes que agilizaran el trabajo.
El misterio provenía de la casa grande y tenía que ver con el ruido y las carreras escuchadas durante la noche anterior. Algo había pasado en una de las chozas más alejadas del casco de la hacienda.
Todo empezó con el rumor de que Víctor, el mejor vaquero, con sus 25 años de fortaleza y destrezas, había enamorado a Juanita, hija de otro peón cuya familia llegó, según decían, de por allá de las serranías de Majalca o del Nido.
Juanita era toda una preciosidad de mujer; la más bella estampa de sangre apache nunca vista. Desde luego que su figura no escapaba a la mirada y deseos de cualquier hombre, y mucho menos a los ojos del dueño de vidas y dueño de aquella próspera hacienda.
El mozo bien entendía de la suerte de su noviazgo, pero también sabía que huir era condenar a un castigo inminente a su novia y a sí mismo. ¿Qué hacer?
El tiempo pasaba, hasta que un día el capataz más señalado por lambiscón y servil ordenó a Víctor trasladar la pequeña partida de novillos -la cual había sido separada con anticipación- a uno de los ranchos distante a tres jornadas. Aquella faena le pareció un tanto sospechosa y lo alertaron las intenciones. Preparó lo necesario y partió arreando el ganado rumbo a donde el sol se pone. Ya de noche regresó, dejando su cabalgadura protegida por la oscuridad y unos encinos de las proximidades.
Llegó el joven sigilosamente a la casa de la novia, a quien tranquilizó y explicó sus inquietudes. Les pidió que siguieran durmiendo, en tanto que él vigilaba. No esperó mucho. Al rato la puerta del jacal se abrió por un fuerte empujón y en el marco se dibujó la inmensa figura del hombre más influyente de aquellos rumbos, quien, en el acto, recibió en su cara el impacto mortal de una bala de 30-30 que lo lanzó a más de tres o cuatro metros fuera de la mísera choza.
El guardia que escucho el estampido acudió y encontró al patrón en un charco de sangre; corrió a despertar y comunicar al mayordomo, y con otros capataces acercaron el cuerpo al cuarto de atenciones que para casos como ese había en la cuadra de los toriles.
Ya en el amanecer la señora de la casa ordenó a los empleados ordenó a los empleados de confianza la mayor discreción, indicando la versión de que el patrón había muerto inesperadamente, que se trataba de una muerte rara “porque todavía el día anterior se la había visto muy bien”.
Al mayordomo se le encomendó que hiciera todas las investigaciones que dieran con el autor de la tragedia, encontrándose con que los peones de la choza donde sucedieron los hechos, habían desaparecido.
Días después se tuvo la información de que por allá por la Sierra Azul, en la rivera de la laguna, alguien había visto huellas de dos caballos que se perdían con rumbo al norte.
Jamás se volvió a saber nada de aquella pareja, de la que se comentaba que han de haber sido muy felices porque fueron protegidos por el gran capitán del cielo.
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