12 de noviembre, Día del Cartero










Por José Luis Domínguez.


Con la aparición de las modernas computadoras, el uso de la internet, y por ende, la utilización del e-mail o correo electrónico, nuestra lengua se ha visto mermada o disminuida en forma considerable. Si pudiéramos estar presentes en el momento en el cual una joven o un joven abren su correspondencia electrónica, y pudiéramos leer el contenido, tanto de sus correos recibidos como el de los enviados, nos daríamos cuenta de que la mayoría de ellos no pasan de tener uno o dos pequeños párrafos, incoherentes, en ocasiones, para un lector de nivel medio, con graves faltas de ortografía, escritas en clave, o lo que es lo mismo, con abreviaturas, lo cual nos daría como conclusión que nuestro idioma, en su uso moderno, es ya una abreviatura de la abreviatura. Hoy vivimos la pasión por lo breve, por lo rápido, por lo incoherente, por lo fugaz. Si ya los siglos XIX y XX presentaban graves muestras de esa decadencia idiomática con la desaparición paulatina de la práctica de la escritura de un diario, en el que se veía el temple, la paciencia y la dedicación de la persona que empleaba este recurso como método seguro de autoconocimiento y por qué no, de testimonio de una época, de un determinado periodo y de una determinada sociedad, tal como lo muestran, por ejemplo, “El diario de Ana Frank”, en el cual una adolescente judía escribe durante los dos años que dura el encierro voluntario de ella y de su familia, escondida, tratando de escapar de la policía alemana triste y célebremente conocida como la gestapo; o bien los tormentosos “Diarios de Anais Nin” y su pasión por Henry Miller y su trato con los artistas de su época; o el diario de nuestra querida pintora, Frida Kalho, sólo por poner algunas muestras.
Otra de las prácticas que ya han ido desapareciendo, no menos vital para el fortalecimiento del idioma, y que precisamente ha sido sustituida por el correo electrónico, es la escritura de las cartas, o lo que bien podría llamarse pomposamente, diario compartido. Ya sólo nos quedan recuerdos de ese legajo de hojas en crudo, en colores sepia o blancas, manuscritas con la impecable caligrafía de los bisabuelos y los abuelos, cartas escritas con un lenguaje fértil, exuberante y pródigo en sustantivos, adjetivos, y adverbios, pero sobre todo, pródigo en imaginería. ¿Cuántas personas no se enamoraban mediante las cartas en el siglo XIX y aún en el XX? Remitentes y destinatarios sensibles, inteligentes, apasionados. Antes que el teléfono, que el telégrafo y el correo electrónico fue la carta. Correspondencia entre reyes, príncipes y emperadores; intercambio de ideas y conceptos entre artistas y pensadores de todas las épocas; testimonio de grandes pasiones; eso fue la carta, teniendo únicamente como instrumentos el papel y la tinta, un sobre y un timbre postal, pero también un temple, una paciencia a toda prueba, la mano que escribía muy cerca de la inteligencia, pero más cerca todavía del corazón.
Ahora los perros ladran menos, sí, pero no porque haya menos ladrones, sino porque es menos el tránsito, el paso de los carteros que pedalean, o hunden el pie en el acelerador de su motocicleta en pos de su sacra encomienda, por cada una de las colonias de nuestras ciudades. La correspondencia, poco a poco, y aunque nos duela a los nostálgicos, va cayendo en desuso, va siendo ya cosa del pasado.
¡Qué bueno sería que todos rescatáramos esa bella tradición! ¡Pero que primero fuéramos a las bibliotecas públicas a leer esos prolongados intercambios de cartas entre escritores, como las famosas “Cartas al padre”, de Frank Kafka, “Cartas al Castor”, del premio nobel existencialista Jean Paul Sartre a Simone de Beauvoir, o la correspondencia amarga y desencantada de Oscar Wilde, esa carta larga, apasionada, turbulenta, titulada “De profundis”, en las “Cartas escogidas” de William Faulkner, o las suplicantes misivas de Camille Claudel a su hermano y poeta Paul, en las que le pide que la saque del manicomio en el que ha estado confinada durante 30 años por culpa de los celos profesionales de su esposo, el escultor Auguste Rodin. Luego están las chispeantes y sinceras cartas de Truman Capote a sus amigos y amigas del alma.
Luego de tomar uno de estos ejemplos anteriores como modelo, escogeríamos a un familiar, a un amigo, que por diversas circunstancias estuviera lejano de nosotros y le escribiríamos una larga carta contándole lo que nos habría sucedido en los últimos días o meses. Y así iniciaríamos, con el rescate del buen uso de nuestro idioma, el rescate del cariño de aquel que se encuentra lejos, el rescate de nosotros mismos y el de esa bella tradición de la correspondencia.
Mario Vargas Llosa, el famoso escritor peruano, en uno de sus ensayos, nos advierte del peligro de desaparición en que se encuentra nuestra lengua (por falta de uso, seguramente). Nos dice que nuestro mundo es tan amplio o tan ancho según el vocabulario que usemos, que dos novios que leen buena literatura se aman con más calidad, que aquellos que no lo hacen. Imaginémonos en relación a este concepto o a esta idea, qué tan ancho es nuestro mundo personal, si de las aproximadamente 25, 000 palabras con las que cuenta un buen diccionario autorizado por la Real Academia de la Lengua, utilizamos tan solo 250, es decir, en nuestro diario hablar, sólo usamos una centésima parte de esa riqueza lingüística que representa nuestro idioma, lo cual no solamente es indicativo de pobreza, sino de miseria intelectual. En otras palabras, los diccionarios sólo existen para recordarnos todas las palabras que nunca usamos.
Hay miles y miles de vocablos introducidos a la lengua castellana, gracias a las culturas latina, griega, árabe, italiana e inglesa, pero todos ellos no representan sino una mínima parte del grueso que significa el castellano. Si tan solo nos propusiéramos aprender los vocablos que estas regiones lingüísticas nos han heredado en cuanto al español, nos veríamos sumamente engrandecidos en todos los aspectos. Casi todas las palabras derivadas del árabe, por ejemplo, son hermosas, además de fundamentales, casi todas nos hablan de intimismo, de intimidad, de regocijo y descanso, de la alegría de vivir: Almohada, albaricoque, alféizar, aljibe, almendra, álgebra, azul, bermejo, alegría, algazara, alígera; algunas son terribles, como ajedrez, alicate, alfanje, alfil, por su connotación con la guerra. Ahora sí que, como dice Vargas Llosa, ensanchar nuestro idioma, sería ensanchar nuestro mundo.
Para finalizar estas notas les invito a reflexionar, queridos lectores, sobre el uso tan particular que hacemos de nuestra lengua, y mejor aún, sobre el desuso de la misma, y que retomemos esas prácticas tan humanísticas del diario y la escritura de las cartas. Démosle un mayor empleo a la tinta y al papel, no importa que los carteros se sientan agobiados, pero felices, y que los perros de nuestro patio se pongan otra vez a ladrar con insistencia al ver pasar a estos últimos héroes de la modernidad, esta puede ser la gozosa señal de que ya hemos empezado de nueva cuenta a engrandecer el idioma y, por lo tanto, a engrandecer el mundo.

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