El Arroyo del Muerto


Por: Marcelino Martínez Sánchez



El Arroyo del Muerto. Este arroyo cubre una muy corta distancia, si acaso unos tres kilómetros, a partir de los escurrideros del Cerro del Chiquihuite hasta unirse con Arroyo de San Antonio.
Al pasar por Santa María, asentamiento del Ejido Cuauhtémoc, y según se cuenta por gente no tan vieja, el Arroyo del Muerto llevaba en su corriente las aguas más claras y limpias.
Muchas personas acudían a esas aguas a disfrutar no solo de un agradable paseo, sino a disfrutar de un sano baño de fin de semana.
Recuerdan que en su lecho se formaban profundos hondables que permitían practicar el nado y lanzarse en clavados. Esto ocurría hasta hace apenas unos treinta años.
La ausencia de lluvias y el crecimiento urbano de Cuauhtémoc acabaron con tan romántico lugar, quedando sólo en el recuerdo, en los bellos tiempos que junto con el nombre del citado arroyo, se va perdiendo, desplazado por acontecimientos con que la población continúa enriqueciendo su memoria colectiva.
¿De dónde viene lo de “El Arroyo del Muerto”? Hay quienes aseguran que en los primeros tiempos del siglo pasado, cuando ya estaba la estación ferroviaria de San Antonio de Arenales, vagaba por esos lugares un gringo, quien recorría todos los lugares cercanos. Un día fue encontrado muerto por allá arriba, por donde nace el arroyo. Desde ese momento el arroyo recibió su nombre: “Arroyo del Muerto”.
Hay quien cuenta que aquel gringo que murió en el arroyo fue víctima de un violento asalto, en el cual lo mataron para quitarle los zapatos y la ropa.
Así consigna nuestra tradición oral el origen del nombre con el cual es conocido este arroyo que cruza el barrio Santa María y se une al arroyo San Antonio. La tradición oral, una tradición que debemos conservar, para procurar nuestra identidad.

El gringo muerto

Por: Marcelino Martínez Sánchez (SEHC)

El agudo olfato ha distinguido a los gringos para encontrar los mejores lugares qué explotar, sean áreas mineras, petroleras, forestales o agrícolas, y si en ellas hay mano de obra qué bueno, y si es barata ¡genial!
Los gringos hay llevado con ellos la postura norteamericana de ser, por la gracia de Dios, los portadores de civilización. Justicia, democracia y libertad. Ideas que campean en cualquier en cualquier rincón del mundo, gracias a la oportuna ocurrencia de nativos grupos de lambiscones y aduladores.
Da al caso, que por allá en los lejanos años del origen de Cuauhtémoc, Smith –que ha de haber sido John- llegó por estas serranías próximas al rico mineral de Cusihuiriachi. Al no encontrar muestras que prometieran algo bueno en “los cerros colorados”, decidió recorrer “el Cerro de las Chivas” y “el Cerro del Ahorcado”, que al no contener más que cuarzos sin valor encontró al menos un lugar que le brindaba el agradable panorama de “la Cueva de los Portales”, “las Cuevas Locas” y otros bellos lugares que por ahí se localizan.
El buscador de riquezas ajenas nunca advirtió que desde hacía varios días era seguido por otro vago vividor, de esos que la pasan bien a costa de incautos, quien atraído por la indumentaria y las herramientas del explorador extranjero ha de haber pensado que aquello aguantaría una buena temporada hasta en tanto apareciera otro que resolviera sus apremiantes necesidades.
Así, una tarde en que el güero dormitaba plácidamente a la sombra de un encino, fue sorprendido por aquel pícaro que con enorme cuchillo de manufactura casera, pero de eficacia mortal, acabó con la vida de este personaje procedente de algún lugar de los Estados Unidos de Norteamérica y que vino a quedar casi al pie del “Chiquihuite”, donde lo que sí encontró fue la muerte.
Los que cuentan, como Delfino Torres, viejo campesino de Santa María, dicen que desde entonces ese rumbo del ejido es conocido como “El Arroyo del Muerto”.

CUSIHUIRIACHI





Por Victoriano Díaz Gutiérrez (1926-2003)


En el noroeste chihuahuense, a orillas de la Sierra Madre Tarahumara, se encuentran las ruinas de lo que en otro tiempo fue el rico mineral de Cusihuiriachi. El descubrimiento de este mineral se remonta a los últimos años del siglo XVII, concretamente en el año de 1687.
Desde sus inicios como Real de Minas fue dotado de solares para edificar casas constitoriales y conventos, así como la edificación de su templo, destinado a venerar en él la advocación de la santa de Lima del Perú, primera santa de América.
Ricas fueron las construcciones de sus casas donde sus gobernantes tuvieron sus domicilios y sedes de gobierno. No menos lujosas las moradas de sus ricos comerciantes y mineros que habitaron en sus solares.
Durante más de dos siglos sus minas produjeron grandes cantidades de plata. De sus dominios salieron colonizadores a poblar nuevos descubrimientos mineros y a formar nuevos centros poblacionales.
Su extensión territorial abarcaba más de la tercera parte de lo que hoy es el estado de Chihuahua. Apellidos de grandes próceres chihuahuenses están íntimamente ligados con el nombre de “Cusihuiriachi”.
Pero de todo ese esplendor que un día tuvo este rico Real de Minas, hoy no queda nada más que como un mudo testigo de tiempos mejores el templo de Santa Rosa de Lima, en cuyo interior se guardan objetos que nos hablan de épocas de grandeza y bonanza.
Los retablos de dicho templo, a pesar de haber sufrido el descuido y el mal trato, nos muestran vestigios de la hermosura que un día tuvieron; las bellas imágenes que allí se veneran nos hacen sentir como si viviéramos en el pasado; sus deteriorados cuadros, pintados por prestigiados artistas del siglo XVIII; sus pilas bautismales: ¡cuántos nobles chihuahuenses pondrían sus cabezas al borde de ellas para recibir las aguas del bautismo!
Cuánta leyenda surgió alrededor de sus veneradas imágenes al curso de los muchos años. Dos de ellas serán suficientes para ilustrarnos sobre las creencias de las gentes que habitaron estos lugares.
Una de esas leyendas es la que nos narra cómo la imagen de Nuestro Padre Jesús, venerada en este templo, llegó un día a la casa de un comerciante del barrio del Santuario de Guadalupe sobre los lomos de una mula.
Otra leyenda, pero ésta mucho más reciente –pues apenas sucedió en los años de persecución religiosa, o sea en tiempos de la Cristiada-, nos habla de cómo un demente conocido en el pueblo como “El tonto Molina” fue pagado por un vecino del templo que presumía de ser ateo, quien armó al pobre loco con unas tijeras y le instó a que le recortara la falda a la imagen de la santísima virgen y la pusiera a la moda en su peinado. Entró “el tonto Molina” al templo, llevando al cabo su sacrílega acción al cortar la cabellera a la estatua de la virgen y tomándola como un trofeo, junto con la tela que cortó de la falda. Salió del sagrado recinto y, cuando se encaminaba rumbo a la casa de su protector, un toro cortado de una manada que era conducida rumbo al rastro lo embistió y con uno de sus pitones lo golpeó en la cara sacándole un ojo. Y desde entonces en su rostro una mueca horrible, su boca babeante, un constante lagrimeo donde había tenido su ojo y la mano con la que había cometido su sacrílega acción siempre temblándole.
Para mucha gente, aquello fue un castigo por su acción tan ruin; y para otros no fue más que una mera casualidad. Pero algunos aseguran que es ahí donde empieza el ocaso de otrora rico mineral.
Todo esto puede ser pura leyenda, mas lo que sí es cierto es que en este pueblo todo lo que fue edificado por el hombre para el hombre, hoy ha desaparecido, mientras que el templo, que fue edificado y dedicado a un servicio sagrado y santo, ahí está recordándonos que existió un rico mineral, que sus minas arrojaron grandes cantidades de plata, que grandes hombres salieron de sus solares. Ricos pueblos se enorgullecen de haber formado parte de su territorio.
Ahí está el viejo y querido templo de Santa Rosa de Lima; ahí está… inmortal.